Para las mujeres siempre ha resultado más difícil tener una carrera científica. Podemos tomar el caso de Rosalind Franklin como ejemplo. Entre los obstáculos que esta mujer encontró el primero lo halló en su propia familia cuando su padre se opuso, en un principio, a pagarle sus estudios en Cambridge. Además, su formación en la universidad se hizo de la manera especial que en ese momento se hacía con las mujeres, no era igual que la de los hombres. Más tarde, cuando entró becada en el King’s College, su colega Wilkins creyó que lo hacía para ser su asistente y no para su verdadera misión que era organizar una unidad de difracción de rayos X. La labor de las mujeres en la ciencia era vista igual que la que tenían en la sociedad de la época, siempre supeditadas al hombre en cuestiones tan básicas como el lugar de sus comidas, que no podían hacerlas en las mismas salas que los demás investigadores o tampoco podían disfrutar de sus salas de descanso. Con todo eso, se perdía la posibilidad del intercambio de ideas entre los y las investigadoras, una pérdida que no era solo para las mujeres sino para la ciencia en general. Los investigadores coetáneos de Rosalind no consideraban la posibilidad de que una mujer pudiera realizar descubrimientos relevantes y, tal y cómo relata el propio Watson en su libro La doble hélice, cuando él acudió a un seminario impartido por Franklin en el que daba cuenta del descubrimiento de la estructura del ADN ni siquiera tomó apuntes: no le pareció relevante lo que explicaba pero si fijarse en su aspecto. Años más tarde, Watson y otros dos investigadores varones ganaron el Nobel por su “descubrimiento” del ADN, algo que pudieron hacer porque “tomaron prestados” los estudios, datos y fotografías que había producido Rosalind sin su consentimiento. Le quitaron toda autoridad, borraron su aportación para asumirla como propia en un claro caso de apropiamiento indebido y discriminación. En ese mismo libro de Watson, la imagen que da de Rosalind no es la de una mente brillante sino la de una solterona agria y resabiada, ridiculizándola al extremo para que nadie pudiera pensar de ella que era brillante, ni que había logrado ningún descubrimiento importante ya que incluso la llamaba “asistente” de Wilkins para menospreciarla.
No fue fácil la vida que le tocó vivir a Rosalind Franklin y, dentro de todas las injusticias ella tomó decisiones dolorosas para poder continuar trabajando en lo que creía. Como mujer, su espacio natural se concebía en el hogar y con la familia, no en el entorno hostil de un laboratorio. A pesar de que le hubiera gustado, Rosalind renunció a ser madre porque era plenamente consciente de que su vida y la de su descendencia no iba a poder ser vista como aceptable por la sociedad y no podría continuar su carrera científica plenamente. Pero esto no solo ocurría en los años 50, 80 años más tarde aún son numerosas las mujeres que aplazan o renuncian a su maternidad por miedo a que sus carreras se vean truncadas o sus trabajos relegados.
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