Cada mañana, antes de que el sol calentase demasiado, el pintor se acercaba a la playa. La sombra del canotier sobre su cara le permitía observar sin que la luz le deslumbrara los siempre cambiantes azules y blancos. Sentado en la arena, acariciado por la brisa y con la espalda caliente por el sol, dibujaba. En su cuaderno aparecían bocetos con los caracoleos de la espuma de las olas y la luz de los cielos azul claro manchados por nubes. Eran apuntes que luego le servían para componer los lienzos en su taller. No lejos de la orilla había una barca pintada de verde y rojo con dos pescadores lanzando las redes. A pesar de que la distancia no le permitía distinguir demasiado bien los detalles, la estampa le servía para tomar notas para su próxima composición. Trazó la línea del perfil del esquife y cuando comenzaba a esbozar las figuras unas voces infantiles le apartaron de su concentración. Los niños se acercaron a la orilla y los que llegaron primero comenzaron a desvestirse. Eran unos treinta chicos, de carnes blanquecinas y cuerpos delgadisimos. Algunos de ellos se apoyaban en muletas para caminar y cuando se quitaban la ropa descubrían sus piernas retorcidas y tullidas. Un fraile alto y delgado les acompañaba para vigilar que el baño terapéutico transcurriera sin incidentes.
Años más tarde, en 1909 en Nueva York, el pintor recordaba en una entrevista la impresión que le causó el grupo: "Un día estaba yo trabajando de lleno en uno de mis estudios de la pesca valenciana, cuando descubrí de lejos unos cuantos muchachos desnudos dentro y a la orilla del mar y, vigilándolos, la vigorosa figura de un fraile. parece ser que eran los acogidos del hospital de San Juan de Dios, el más triste desecho de la sociedad: ciegos, locos, tullidos y leprosos. No puedo explicarle a usted cuánto me impresionaron, tanto que no perdí tiempo para obtener un permiso para trabajar sobre el terreno, y allí mismo, al lado de la orilla del agua, hice mi pintura. Sufrí terriblemente cuando lo pinté. Tuve que forzarme todo el tiempo. nunca volveré a pintar un tema como ese".
¡Triste herencia! Joaquín Sorolla 1899 |
En la pintura, los cuerpitos retorcidos por la enfermedad de los niños en primer plano contrastan con la mayor vivacidad y alegría de los que se están bañando detrás. El semblante serio y arrugado del fraile y su hábito negro resalta los tonos nacarados de las pieles de los pequeños. El mar y el cielo son más oscuros y menos brillantes que en otras composiciones de Sorolla. Quiso que fueran los niños los que retuvieran la luz en una alegoría de la inocencia y la pureza, de la falta de culpa de los males que les aquejan. Sin embargo, vistos a los ojos de la medicina actual, tenemos que quitarle la razón al pintor sobre el título. Las características físicas de los niños estarían asociadas a la poliomielitis o la enfermedad de Duchenne, enfermedades una de origen vírico y la otra genético (Concepción Masip, M.T. 2008). El niño moreno de la izquierda, con su brazo adelantado al frente, tiene el pie izquierdo torcido, la rodilla flexionada y otros rasgos como la curvatura de la espalda o la protuberancia del abdomen que serían típicos de la enfermedad de Duchenne. Los que llevan muletas tienen la misma flexión en la rodilla en la que se puede adivinar una parálisis por poliomielitis. No hay rastro de enfermedades venéreas como la sífilis. Si Joaquín Sorolla hubiera sabido esto es posible que el cuadro tuviera otro nombre, o incluso que la estampa del baño no le hubiera conmovido tanto y no hubiera llegado a pintarla.
Pero ¡Triste herencia! no es una ilustración científica sino un gran cuadro de realismo social, una obra de arte perfectamente ejecutada y que provoca emociones profundas en quienes la contemplan. El gran óleo fue ganador de la Medalla de Oro de la Exposición Universal de París de 1900 y, en 1901, volvió a presentarlo en la exposición nacional de Bellas Artes en Madrid donde Sorolla ganó con él la Medalla de Honor. Con semejante reconocimiento, el estado español mostró interés en comprar la obra así que el cuadro estuvo hasta finales de 1902 depositado en el Museo de Arte Moderno. Como la venta no terminaba de cerrarse y había más interesados, Joaquín Sorolla vendió el cuadro por 40.000 pesetas a un empresario español afincado en Nueva York, llamado Jesús Vidal. Al poco tiempo, ¡Triste herencia! pasó de manos y John E. Berwind, otro empresario enamorado de Sorolla, lo compró. A Berwind le gustaba tanto la pintura de Sorolla que cuando el pintor estuvo en 1909 en Nueva York presentando sus obras para la Spanish Society le encargó un retrato que hoy se ha perdido. John E. Berwind donó ¡Triste herencia! al colegio de la iglesia de la Asunción de Nueva York que lo subastó en 1981 y fue comprado por Bancaja y ahora se puede ver en su sede en Valencia.
Este post forma parte de la iniciativa de #polidivulgadores de @hypatiacafe del mes de diciembre de 2024 sobre el tema #PVherencia
Fuentes
Una entrada preciosa. El cuadro es impresionante y cómo bien dices retrata una realidad social de aquel tiempo, los hijos de las minorías marginadas que recibían tan desgraciada herencia. Un abrazo!
ResponderEliminarNo me extraña que a Sorolla le costará pintar a los niños del orfanato mientras se bañaban en el Cabañal. Es una pintura difícil de asumir que describe una realidad de una época en la que los avances de la ciencia eran limitados...
ResponderEliminarLos orfanatos se llenaban de niños de las zonas más pobres de la sociedad.
Excelente aporte divulgativo.
Un abrazo