Las
personas siempre hemos estado fascinadas por los ciclos de la naturaleza y los
hemos usado como base para medir nuestro tiempo y organizar la vida cotidiana.
Ya en el paleolítico existen vestigios de lo que se cree son antiguos
calendarios lunares de 20.000 años de antigüedad en varias cuevas de la cornisa
cantábrica como El Castillo, La Pasiega o El Pindal. Milenios más tarde, en el
creciente fértil, los pueblos de Mesopotamia utilizaban distintos calendarios
lunisolares hasta que fueron unificados todos bajo el de Babilonia en el II
milenio A.C. Mientras, en Egipto, ya llevaban 1.000 años utilizando un
calendario solar al que habían llegado tras advertir que el río Nilo crecía e
inundaba la fértil vega en periodos de 365 días. Los pueblos griegos también
tuvieron sus calendarios, de hecho, el más conocido de entre ellos, el ático,
se instauró en el 776 A.C. y se dejó de usar en la Edad Media.
El calendario que hoy día rige nuestra vida desde 1582 es el gregoriano. Este es una variante del calendario juliano, instaurado por Julio César en el año 46 A. C. que, a su vez, era una adaptación del calendario solar egipcio. Estos calendarios tenían una doble función, por un lado, marcaban fechas civiles que ordenaban la vida y los trabajos diarios como el comienzo de la época de siembra o cosecha y también, marcaban las fiestas o los acontecimientos políticos y regían las celebraciones religiosas.
Pero claro, durante siglos de uso hubo aspectos que fueron cambiando en estos calendarios, no solo variaron los nombres de días y meses (julio se denomina así por orden de Marco Aurelio para honrar a Julio César, por ejemplo) si no que, por ejemplo, en el año 321 el emperador Constantino I consolidó la semana de siete días proveniente de los calendarios lunares mesopotámicos.
Pero todos estos calendarios tenían pequeños desajustes astronómicos que hacían que el computo del tiempo no fuera exactamente igual al del año trópico. El recorrido del Sol observado desde la Tierra se repite cada 365 días, pero no exactamente. La repetición es de 365,2422 y eso hacía que cada cierto número de años, dependiendo del calendario que lo midiera, la fecha del acontecimiento solar y la del calendario no coincidieran. Por eso, tras un estudio científico, el papa Gregorio XIII promulgó una bula en la que se implantaba como calendario eclesiástico uno en el que se introducían los años bisiestos en aquellos que eran divisibles por cuatro, exceptuando los terminados en múltiplos de 100 (menos los que sean divisibles por 400). Este calendario parecía ser más ajustado y regularizaba el año litúrgico y así fue adoptado como oficial por las distintas naciones católicas.
Todos estos calendarios fueron impuestos por gobernantes civiles o religiosos y obedecen a un afán por ordenar, regular y ejercer un control más efectivo sobre los tiempos y los trabajos de las personas bajo su mandato. No es extraño que en un periodo como el de la Revolución francesa, caracterizado por su lucha contra el poder del antiguo régimen y con deseo por cambiar las formas en las que se regía la sociedad y hacerlas más racionales buscaran una nueva manera de medir el tiempo, igual que estaban haciendo con la forma de medir las cantidades o las distancias. Se trataba de borrar el pasado a través de cambiar el calendario por uno más racional, adaptado al sistema decimal y que anulase las festividades religiosas. Toda una declaración de intenciones: el nuevo régimen republicano deseaba contar el tiempo a su manera, dejando atrás la oscura época anterior y aportando claridad y racionalidad. Un calendario alejado de supersticiones y religiones y centrado en la razón.
Fueron los astrónomos Lalande, Laplace y Delambre quienes siguiendo las instrucciones del matemático Gilbert Romme diseñaron el calendario decimal. En su afán racionalizador crearon un calendario con 10 meses de 30 días y los 5 días que faltarían para completar el ciclo solar (epagómenos o añadidos en griego) serían días de festividades alusivas a valores republicanos. Cada mes se dividiría en tres periodos de 10 días cada uno. Para nombrar estos nuevos meses y también los días se apoyaron en el poeta y dramaturgo Fable d’Eglatine que escogió nuevos nombres sonoros para los meses y eligió dedicar los días a plantas, animales, minerales o utensilios para diferenciarlos de los del calendario gregoriano. Así en vez del nombre de un santo, en el calendario francés había día de la zanahoria o del trineo. A pesar de lo novedoso que pudiera resultar en ese momento para los ciudadanos franceses esta nueva forma de ordenar el tiempo, se trata exactamente de la misma división temporal del calendario del antiguo Egipto.
El calendario que hoy día rige nuestra vida desde 1582 es el gregoriano. Este es una variante del calendario juliano, instaurado por Julio César en el año 46 A. C. que, a su vez, era una adaptación del calendario solar egipcio. Estos calendarios tenían una doble función, por un lado, marcaban fechas civiles que ordenaban la vida y los trabajos diarios como el comienzo de la época de siembra o cosecha y también, marcaban las fiestas o los acontecimientos políticos y regían las celebraciones religiosas.
Pero claro, durante siglos de uso hubo aspectos que fueron cambiando en estos calendarios, no solo variaron los nombres de días y meses (julio se denomina así por orden de Marco Aurelio para honrar a Julio César, por ejemplo) si no que, por ejemplo, en el año 321 el emperador Constantino I consolidó la semana de siete días proveniente de los calendarios lunares mesopotámicos.
Pero todos estos calendarios tenían pequeños desajustes astronómicos que hacían que el computo del tiempo no fuera exactamente igual al del año trópico. El recorrido del Sol observado desde la Tierra se repite cada 365 días, pero no exactamente. La repetición es de 365,2422 y eso hacía que cada cierto número de años, dependiendo del calendario que lo midiera, la fecha del acontecimiento solar y la del calendario no coincidieran. Por eso, tras un estudio científico, el papa Gregorio XIII promulgó una bula en la que se implantaba como calendario eclesiástico uno en el que se introducían los años bisiestos en aquellos que eran divisibles por cuatro, exceptuando los terminados en múltiplos de 100 (menos los que sean divisibles por 400). Este calendario parecía ser más ajustado y regularizaba el año litúrgico y así fue adoptado como oficial por las distintas naciones católicas.
Todos estos calendarios fueron impuestos por gobernantes civiles o religiosos y obedecen a un afán por ordenar, regular y ejercer un control más efectivo sobre los tiempos y los trabajos de las personas bajo su mandato. No es extraño que en un periodo como el de la Revolución francesa, caracterizado por su lucha contra el poder del antiguo régimen y con deseo por cambiar las formas en las que se regía la sociedad y hacerlas más racionales buscaran una nueva manera de medir el tiempo, igual que estaban haciendo con la forma de medir las cantidades o las distancias. Se trataba de borrar el pasado a través de cambiar el calendario por uno más racional, adaptado al sistema decimal y que anulase las festividades religiosas. Toda una declaración de intenciones: el nuevo régimen republicano deseaba contar el tiempo a su manera, dejando atrás la oscura época anterior y aportando claridad y racionalidad. Un calendario alejado de supersticiones y religiones y centrado en la razón.
Fueron los astrónomos Lalande, Laplace y Delambre quienes siguiendo las instrucciones del matemático Gilbert Romme diseñaron el calendario decimal. En su afán racionalizador crearon un calendario con 10 meses de 30 días y los 5 días que faltarían para completar el ciclo solar (epagómenos o añadidos en griego) serían días de festividades alusivas a valores republicanos. Cada mes se dividiría en tres periodos de 10 días cada uno. Para nombrar estos nuevos meses y también los días se apoyaron en el poeta y dramaturgo Fable d’Eglatine que escogió nuevos nombres sonoros para los meses y eligió dedicar los días a plantas, animales, minerales o utensilios para diferenciarlos de los del calendario gregoriano. Así en vez del nombre de un santo, en el calendario francés había día de la zanahoria o del trineo. A pesar de lo novedoso que pudiera resultar en ese momento para los ciudadanos franceses esta nueva forma de ordenar el tiempo, se trata exactamente de la misma división temporal del calendario del antiguo Egipto.
Los
revolucionarios estaban convencidos de que el calendario iba a ser un éxito
rotundo y que el pueblo francés lo iba a adoptar sin problemas. Tiempos nuevos,
pensaban, requieren nuevas formas para ordenarlos y el afán racionalista y
decimal de Gilbert Romme y sus compañeros no se quedó solamente ahí, sino que
también se dedicaron a reorganizar el día que pasaría a tener también diez
horas. Pero no contaron con el peso de la tradición y la reducida ventaja que
este nuevo sistema ofrecía a la ciudadanía. Así como crear un sistema de pesos
y medidas uniforme tenía ventajas innegables para la vida cotidiana mejorando
el comercio y las transacciones, no ocurría lo mismo con la medida del tiempo. El
cálculo de los equinoccios y su plasmación en años bisiestos era aún más
complicada en el calendario decimal que en el tradicional gregoriano. Los meses
iguales entorpecían y dificultaban los cálculos a los agricultores y las
semanas de 10 días provocaron protestas en los trabajadores porque solo
descansaba uno de cada diez días cuando con el calendario anterior lo hacían
uno de cada siete. Por no hablar del gran esfuerzo económico de modificar a decimales todos los relojes públicos de la nueva nación
y del aislamiento que suponía contar el tiempo de formal radicalmente diferente
a todos sus vecinos.
A pesar de que el sistema decimal de pesos y medidas puede considerarse una de las herencias más exitosas de la revolución francesa habiendo sido adoptado actualmente por todos los países excepto EEUU, Myanmar y Liberia, el calendario no tuvo la misma suerte. El bello y racional calendario republicano fue abandonado en 1806 por orden de Napoleón, aconsejado por el propio Laplace, debido a su poca practicidad y los problemas que acarreaba, la nula asunción del mismo por la ciudadanía, el aislamiento del entorno europeo y las escasas ventajas que se obtenían con él. Solo se siguió utilizando de manera simbólica para fechar celebraciones de la república. El mismo uso testimonial y ritual que hacen, por ejemplo hoy en día, en países como Japón donde su calendario lunisolar tradicional les marca las fiestas religiosas mientras que el gregoriano pone orden a sus días, meses y años.
A pesar de que el sistema decimal de pesos y medidas puede considerarse una de las herencias más exitosas de la revolución francesa habiendo sido adoptado actualmente por todos los países excepto EEUU, Myanmar y Liberia, el calendario no tuvo la misma suerte. El bello y racional calendario republicano fue abandonado en 1806 por orden de Napoleón, aconsejado por el propio Laplace, debido a su poca practicidad y los problemas que acarreaba, la nula asunción del mismo por la ciudadanía, el aislamiento del entorno europeo y las escasas ventajas que se obtenían con él. Solo se siguió utilizando de manera simbólica para fechar celebraciones de la república. El mismo uso testimonial y ritual que hacen, por ejemplo hoy en día, en países como Japón donde su calendario lunisolar tradicional les marca las fiestas religiosas mientras que el gregoriano pone orden a sus días, meses y años.
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