La arqueología tiene un secreto incómodo: su epistemología funciona como una pequeña catástrofe controlada. Para saber más, hay que destruir un poco. Suena dramático, pero es así: un yacimiento nunca vuelve a ser el mismo tras una excavación. Para llegar a las partes más antiguas, hay que retirar con mimo las capas superiores, como quien deshoja un hojaldre… pero sin el impulso glotón de llevárselo de un mordisco. Porque si arrancas una capa de golpe, adiós información: ese estrato jamás podrá volver a estudiarse.
Las primeras excavaciones prehistóricas, a finales del siglo XIX, estaban llenas de entusiasmo y de herramientas poco sutiles. Personas ansiosas por encontrar grandes fósiles removían la tierra con más ilusión que método. Como ocurre en toda ciencia joven, tuvieron que pasar décadas para refinar la técnica. Con la ayuda de otras disciplinas, la arqueología aprendió a extraer cada vez más datos y mejores. ¿La consecuencia? Que las campañas se hicieron más lentas. Y mucho. Hoy, yacimientos como los de Atapuerca excavan apenas un mes en verano: lo que extraen genera tal avalancha de información que se necesitan meses de laboratorio y aún más tiempo de investigación para digerirlo.
En un yacimiento paleolítico se mezclan restos de origen humano —huesos, herramientas, evidencias de refugios, hogares— con otros naturales: huesos de animales que formaban parte de su dieta, coprolitos, polen fósil o diminutos huesecillos de microfauna como roedores. Hoy podemos estudiar sedimentos al microscopio para localizar biomoléculas de flora y fauna prehistórica, lo que permite reconstruir cómo era su paleoambiente, qué hacían o incluso qué comían. En 2014, por ejemplo, dos profesoras de la Universidad de La Laguna, una doctoranda y un geobiólogo del MIT publicaron un estudio sobre heces neandertales de 50.000 años de la cueva de El Salt (Alcoy), con datos de su microbiota y su dieta (Sistiaga et al. 2014, 2020).
Pero para que esta destrucción se convierta en conocimiento, hace falta método. El viaje empieza con la prospección: trabajos de campo, documentación y análisis en laboratorio dedicados a localizar yacimientos. Los mapas geológicos, las fotos aéreas o de satélite —y ahora también los drones— ayudan a elegir dónde mirar. Sobre el terreno se pueden hacer muestreos o catas e incluso utilizar técnicas radioeléctricas o magnéticas para detectar estructuras enterradas.
Después llega la gran protagonista de las excavaciones, quien nos ayuda a organizar la información que de allí obtengamos: la estratigrafía, una especie de archivo vertical donde la historia queda almacenada en capas. Durante mucho tiempo fue la única herramienta para ordenar cronológicamente un yacimiento. Funciona gracias a dos leyes sencillas pero poderosas. La de superposición dice que lo más antiguo está abajo y lo más reciente arriba. La de horizontalidad original señala que, en condiciones ideales, los sedimentos se depositan de forma horizontal. Claro que la naturaleza tiene sus caprichos: corrimientos de tierra, inundaciones, animales cavadores o terremotos pueden alterar el orden.
¿Y cómo proceder si excavar es, por definición, destruir? Con planificación, precisión y muchísimo cuidado. Los métodos de excavación deben adaptarse al tipo de yacimiento. Durante años dominaron dos enfoques: el sistema reticulado de Wheeler, que divide el terreno en cuadrículas y deja testigos entre ellas, y la excavación en superficie, que prescinde de esos testigos y exige una documentación aún más minuciosa.
Las primeras excavaciones usaban picos, palas y azadas, y solo se conservaban las piezas grandes o llamativas. Muchos de quienes excavaban eran burgueses o aristócratas que veían la arqueología como un pasatiempo intelectual. Su curiosidad permitió descubrir lugares cruciales, sí, pero también provocó pérdidas irreparables de información. Hoy, en cambio, la tecnología nos permite registrar los estratos casi como si fuesen escenas del crimen: fotografías detalladas, escáneres 3D, niveles ópticos… En algunos yacimientos incluso se usan trajes estancos para evitar contaminar los restos con ADN moderno.
Una vez extraídas las piezas, el trabajo continúa en el laboratorio. Cada objeto se cataloga y se ubica exactamente en su estrato correspondiente. Luego llegan la conservación, el análisis y, finalmente, la publicación de los resultados en forma de artículos o monografías.
El estrato excavado ya no existe, es verdad. Pero gracias a esta pequeña catástrofe cuidadosamente registrada, hoy sabemos infinitamente más sobre la vida y los mundos del pasado. La arqueología destruye para conocer y en esa paradoja reside su magia científica.
Este post participa en la iniciativa de @cafehypatia #POVCatástrofe


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