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Indiferencia, negación y rendición. Disposición hacia la ciencia.

 

Nos piden hablar sobre nuestra disposición inicial hacia la ciencia y, como muchas cosas, la mía ha cambiado con el tiempo pasando desde la indiferencia más absoluta a la negación de sus virtudes, para llegar actualmente a rendirme ante sus bondades y maravillarme delante de sus posibilidades, tanto como para querer dedicar mis pocos ratos libres al estudio de distintas disciplinas a través de este Máster de Cultura Científica. Este viaje no creo que sea personal e intransferible por lo que paso a contaros cómo lo he ido viviendo.

En la escuela, las enseñanzas no las sentí separadas en disciplinas científicas y no científicas. Mi percepción era de un conocimiento en diversos campos a los que me acercaba con curiosidad infinita. Observaba y experimentaba con los saberes que recibía, y algunos los encontraba más cercanos a mis intereses cotidianos que otros. Cualquier contenido que sirviera para poder entender mejor a otras personas, cómo vivían, cómo pensaban, conocer otros lugares o saber por qué somos como somos y vivimos como lo hacemos me parecía digno de mi atención. En casa, todo esto se acompañaba con historias de descubrimientos, mitología griega y relatos de libros clásicos que mi padre nos contaba. Enseguida aprendí lo que era la cultura, ese conjunto de conocimientos amplios adquiridos gracias a la transmisión por otras personas. Así aprendí que, por ejemplo, los filósofos griegos no solo se dedicaban a reflexionar sobre el origen y el funcionamiento de la naturaleza si no que, en esta reflexión, habían encontrado formas de explicar este funcionamiento a través de las matemáticas o la física. Pero esto en la escuela no me lo contaban así. Las mates que veía en clase, por ejemplo, eran unos ejercicios con números que no tenían ningún reflejo en nuestra vida cotidiana, un pensamiento totalmente abstracto y completamente desligado del mundo en el que vivía, por mucho que nos hicieran contar naranjas que había en cajas o o km que recorrian trenes y coches para encontrarse.

Eso no hubiese tenido importancia si, allá por los 12 o 13 años mi profesor de matemáticas no le hubiese dicho a mi madre que yo aprobaba sin problema pero no podría sacar nunca buenas notas en su asignatura porque mi forma de pensar “era claramente de letras”. Ahí sentí por primera ver que existía una división entre los saberes y que a mi se me estaba excluyendo de una parte de ellos con esta frase. Me acababan de catalogar como "de letras", lo que me incluía en una grupo y me excluía de otro.


Al llegar al instituto ya descubrí que esta separación entre las “ciencias” y las “letras” tenía, además, una carga de éxito académico y reconocimiento asociada a las personas que estudiaban ciencias y mientras que las letras tenían un menor valor. Al parecer, las asignaturas como latín o griego, arte o historia requerían menor capacidad intelectual que matemáticas o biología, por lo que por muy buenas notas que llegaras a sacar en ellas, siempre alguien saltaba con que era más fácil aprobar en letras. Mi posición adolescente hacia estos saberes fue considerarlos el enemigo puesto que negaban que lo que yo aprendía con esfuerzo y método fuera válido y útil para la sociedad y que saber y reflexionar sobre el arte o conocer la historia del antiguo Egipto no estaban a la altura de los guisantes de Mendel. Porque sí, cuando llegó la hora de elegir estudios superiores y elegí Historia la pregunta de “¿y eso para qué sirve?” siempre venía detrás. La utilidad de los saberes…¡qué gran tema! ¡Como si todo tuviera que ser medido en términos del uso que se hace de ello!

Con los estudios de postgrado me empecé a centrar en el arte, lo que parecía que me alejaría definitivamente de la ciencia, pero fue al contrario. La necesidad de comprender otros aspectos y otros puntos de vista me ha llevado a acercarme a las ciencias. No encuentro mucha diferencia entre unos conocimientos y otros, entre las llamadas ciencias sociales y ciencias experimentales si hablamos en términos generales. La distinta dificultad percibida se debe a la poca práctica o poco conocimiento que se tenga de cada una de ellas. Ambas tienen por objeto de estudio el mundo en el que vivimos y las preguntas eternas de hacia dónde vamos y de dónde venimos. La mayor diferencia entre las distintas disciplinas es el método que utilizan para este estudio. Ni siquiera el llamado método científico es el mismo en todas las ciencias experimentales y nadie puede decir que las llamadas ciencias sociales carezcan de método por lo que esta división no me parece adecuada.

Todos los logros conseguidos por las distintas sociedades a lo largo de la Historia se están viendo eclipsados por la rapidez con la que avanza el conocimiento en el último siglo y medio. El rápido avance en algunas disciplinas está creando saberes muy especializados y existe el riesgo de que las personas que trabajan en ellos se aíslen del resto de áreas de conocimiento. No defiendo que volvamos a ser hombres y mujeres del Renacimiento como Leonardo, con una cultura amplísima en todos los campos del saber conocidos, eso en la actualidad es imposible. Pero si que creo que podemos intentar tener una cultura que aúne de nuevo estas disciplinas y rebaje un poco esa frontera artificial entre ciencias y letras. Me parece más enriquecedor para la sociedad, pero también para los propios individuos. Porque cultura no es solo saber quién escribió El Quijote, si no también qué es el ADN.

En un momento en el que nos estamos enfrentando a la mayor amenaza contra la humanidad en miles de años, al cambio climático con la pérdida de biodiversidad, el problema más complejo contra el que ha luchado nuestra especie, las soluciones también van a ser complejas por lo que necesitamos la coordinación de todas las áreas de conocimiento para poder llegar a ellas.

 

 Fuentes

Ordine, N. La utilidad de lo inutil, 2013 Acantilado

 

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