La arqueología tiene un secreto incómodo: su epistemología funciona como una pequeña catástrofe controlada. Para saber más, hay que destruir un poco. Suena dramático, pero es así: un yacimiento nunca vuelve a ser el mismo tras una excavación. Para llegar a las partes más antiguas, hay que retirar con mimo las capas superiores, como quien deshoja un hojaldre… pero sin el impulso glotón de llevárselo de un mordisco. Porque si arrancas una capa de golpe, adiós información: ese estrato jamás podrá volver a estudiarse. Las primeras excavaciones prehistóricas, a finales del siglo XIX, estaban llenas de entusiasmo y de herramientas poco sutiles. Personas ansiosas por encontrar grandes fósiles removían la tierra con más ilusión que método. Como ocurre en toda ciencia joven, tuvieron que pasar décadas para refinar la técnica. Con la ayuda de otras disciplinas, la arqueología aprendió a extraer cada vez más datos y mejores. ¿La consecuencia? Que las campañas se hicieron más lentas. Y mucho. Hoy,...