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La resistencia de las palabras

Esta es la historia de un chico normal. Tan normal como cualquiera. Un pequeño que jugaba, corría, se reía ruidosamente y protestaba y lloraba moqueando cuando se enfadaba con los demás niños. Aprendió a hablar cuando le tocaba, a leer cuando debía, a decir “no” y “sí” como si fueran llaves para abrir el mundo, a tomar decisiones buscando su sitio. Tenía amigos en la escuela, en el pueblo, disfrutaba como cualquier otro chaval…todo normal, hasta que dejó de oír.

Fue sutil, casi traicionero, ocurrió en la adolescencia. Al principio pensaron que eran tapones, alguna inflamación leve por un catarro reciente, pero la cosa no mejoraba tras la medicación. Pensábamos que “pasaba de todo”, al fin y al cabo era un adolescente y esta edad no se caracteriza por hacer demasiado caso a sus mayores. Pero después vino la lengua, que empezó a enredarse con sus propias palabras, porque estaba más grande y más torpe. Los sonidos ya no le llegaban claros, y él ya no podía articularlos como hacía antes. Los médicos, las pruebas... Y al final de tantas salas de espera, el nombre complicado de una enfermedad degenerativa, de esas que no piden permiso para llegar ni tienen marcha atrás, Un nombre que no hubieras querido conocer tan de cerca nunca. 
Para cuando cumplió los 25, el silencio fue total. Y poco después, también la oscuridad. El mundo que antes percibía en su totalidad empezó a cerrarse como si paseara por un pasillo cada vez más estrecho y sin ventanas. Al no poder ver ni oír también perdió el equilibrio. Ya no podía ir solo a ningún sitio. Fuera, todo era inaccesible. Pero dentro, no. En su interior seguía habiendo alguien que se negaba a desaparecer y que luchaba por mantenerse en contacto con los que le rodeaban.
Y eso es lo que hizo: resistir. No en un sentido heroico de película, sino en el más cotidiano y feroz. No resistía como un héroe, sino como una persona obstinada y cabezota. En el de alguien que se aferra a lo que lo hace humano: el lenguaje, compartir. La posibilidad de decir “estoy aquí”, pertenezco a esta familia y a este lugar aunque ya no pueda verlo ni oírlo. 
Su familia aprendió a escribirle en la palma de la mano. Al principio frases sencillas. Luego conversaciones completas. Le tomaban la mano y dibujaban las letras, una a una, como si cada palabra fuese una puntada de un hilo que lo cosía a la realidad de fuera. Y él contestaba hablando. Primero despacio, pero con vocalización clara. Luego con más dificultad. Hasta que solo quienes vivían con él podían entenderlo. Pero siempre hablaba. Siempre respondía y siempre preguntaba.Quería saber siempre qué pasaba.
Cuando nos juntábamos varios parientes, su madre o su hermana le anunciaba quienes estábamos y respondía con alegría. Nos acercábamos a hablar con él y le bastaba un anillo, una colonia o la forma de escribirle para reconocernos y preguntarnos por nuestras cosas. Nunca olvidaba un cumpleaños. Hacía que su madre nos llamara por teléfono solo para poder felicitarnos y desearnos lo mejor.
Lo más increíble es que aún así —sin ver, sin oír, sin moverse por sí solo— seguía haciendo planes. Opinaba, se reía con nuestras historias. Recuerdo cuando le explicamos qué era WhatsApp: alucinó. Lo de grabar un video con el móvil y enviarlo por internet le parecía magia. Pero como no podía imaginar un teléfono sin teclas, le pusimos uno en la mano. “Es todo liso. Es verdad que no hay teclas”. nos dijo. Solo tocándolo pudo hacerse una idea. Para él, tocar era ver.
Y pensar, imaginar, seguir conectando, seguía siendo posible. Porque antes de que todo se viniera abajo, él ya sabía leer, escribir, hablar. Y eso le salvó. El lenguaje había echado raíces en él, profundas, fuertes. Cuando ya no quedaban sentidos, quedó el símbolo. La palabra mental. El recuerdo de la palabra.
Eso marcó la diferencia. Porque sin lenguaje, pensar se hace casi imposible. No imposible del todo —los animales sienten, reaccionan, incluso se comunican—, pero no como nosotros. Sin lenguaje no hay planes a futuro. No hay metáforas. No hay forma de hablar de lo que no está, de lo que podría estar. Sin lenguaje, no hay “yo” que se comunique con un “tú”.
Hay estudios sobre esto. Casos terribles de niños que crecieron sin palabras ni abrazos, como en las instituciones de los años 50. Niños con síndrome de hospitalismo, a quienes el abandono y la falta de afecto les robó no solo el lenguaje, sino la capacidad de imaginarse a sí mismos. Porque sin lenguaje simbólico no se puede construir ni nuestra identidad ni tener pensamiento complejo. Solo queda el ahora, la reacción.
Mi primo —porque toda esta historia es sobre él— no se rindió a eso. Se negó a quedar incomunicado. Se convirtió en pura resistencia. No a la enfermedad, sino al olvido. Al aislamiento. A la pérdida de sentido, a dejar de formar parte de nuestro grupo.
Durante años, comunicarse con él fue un acto íntimo, casi ritual. Una conversación escrita con dedos sobre piel. Nosotros hablando con las yemas, y él respondiendo con la voz que le quedaba. Le gustaba organizar su verano, decidir cuándo quería irse al pueblo, quién quería que lo visitara. No perdió nunca la capacidad de proyectar, de desear, de elegir.
Murió hace cinco años, con 39. Y todavía pienso en nuestras charlas. En lo fácil que era olvidar por un momento que no podía vernos ni oírnos. Porque él seguía ahí. Completo. Lúcido. Divertido. Con palabras exactas que nos atravesaban.
Él me enseñó que el lenguaje no es mera comunicación. Es refugio y resistencia. Es la forma más humana de decir: no me voy a apagar.

Este post participa en la iniciativa de junio25 de los #polidivulgadores de @Hypatiacafe con el tema #PVresistir


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