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La influencia de la máscara Fang

Fue en otoño de 1906 cuando mi existencia cambió. Las hojas caídas vestían de naranja las calles de París. Yo descansaba en el rincón de un anticuario, entre muebles de nogal con volutas redondeadas y jarrones chinos con pavos reales. Un óvalo vertical de madera, con un revoque de barro y pintado de blanco, con un corte vertical como boca y dos profundos agujeros como ojos. Diferente a los otros objetos, la simplificación más pura. Un grito ancestral escondido entre las demás pertenencias de un marqués venido a menos.

Había salido de Gabón en manos de un comerciante portugués en el siglo XVII. Mi extraña apariencia no fue bien acogida en el palacio por doña Ana, su esposa, que me relegó a la zona más oscura del cuarto de maravillas junto a una extraña piedra con caracoles incrustados. Cuando hacían pasar a las visitas a aquella cámara todas se asombraban con la extraordinaria colección que aparecía en las vitrinas. Las aves exóticas disecadas hacían las delicias de las señoras mientras sus maridos comentaban sobre las distintas formas de los cuchillos que coleccionaba el señor de la casa. A mí nadie me tenía en cuenta, me ignoraban. Los ojos paseaban por los objetos sin pararse en mí. Solo la doncella que limpiaba la casa me miraba fijamente al quitar el polvo con su plumero, pero creo que era más por temor que por otra cosa. En aquel gabinete pasé años olvidada, añorando el verdor y la luz de Obala y Ongola hasta que, varias generaciones después de mi llegada, me empaquetaron con otras esculturas de la habitación y me trasladaron al que sería mi hogar durante más de 100 años, el palacio del marqués de Clairemartin.  

El marqués me tenía en más estima que los portugueses y me colocó en un lugar más visible de su gabinete. A mi alrededor estaban la colonia de corales naranjas y azules, trozos de dedos y cabezas de piedra, algunos minerales de extraños brillos y mariposas que flotaban pinchadas sobre una madera. Al marqués le gustaba impresionar a sus visitas y jugaba a colocar una vela detrás de mí, dentro de una bujía de cristal, así, cuando los invitados me miraban las llamas brillaban por detrás de mis ojos y mi boca causándoles sorpresa y espanto. Aun así, no era el objeto que más atraía a los visitantes de esa cámara de maravillas, pero sí el más extraño y el que menos comprendían y eso fue parte de mi fortuna entonces. Cuando los revolucionarios asaltaron el palacio, arrasaron con todas las obras de arte de los marqueses. Al entrar en el gabinete fueron repasando uno por uno los anaqueles y estanterías llevándose todo lo que les parecía valioso. Yo no les gusté y ahí me dejaron. Menos suerte tuvieron algunas figuras y vasos que tampoco fueron de su agrado y acabaron estrelladas en el suelo.

Cuando el marqués murió, sus hijas tuvieron que vender al anticuario Fleuri lo que les quedaba de valor para poder sobrevivir. El anticuario recogió todo lo que le pareció interesante y se lo llevó a su tienda de la rue Des Saules en Montmartre. Pasé décadas dentro de una caja llena de cosas de lo más curiosas. Mis compañeros eran huesos de animales que nunca había visto, libros, botellas de líquidos extraños, un frasco con un ratón con dos cabezas flotando en un líquido amarillento…Todos fueron saliendo a la venta poco a poco mientras yo seguía en aquella caja de madera. Finalmente, cuando un cliente se interesó por el baúl que me contenía, me colocaron en el rincón junto al mueble de nogal. Era el hijo de Fleury quien regentaba la tienda entonces, tras la muerte de su padre. El nuevo dueño tenía un gusto más moderno que el anciano anticuario y decidió colocarme a la vista, aunque no mucho, no fuera a espantar a alguien. No demasiado cerca del escaparate, pero sí lo suficiente como para que una mirada curiosa, como la de los jóvenes bohemios que empezaban a poblar el barrio de Montmartre, pudiera descubrirme con un poco de suerte.

Maurice de Vlamick se acercó a curiosear el escaparate de Fleury como solía hacer de vez en cuando. Alguna vez había entrado a la tienda, pero pocas veces compraba nada. Buscaba objetos extravagantes, no convencionales. Noté como me miraba con curiosidad. Ya no había mucha luz, pero mi pintura blanca parecía que resaltaba sobre los muebles oscuros. “¿Puedo ver eso claro que está en el rincón?” pidió al entrar. Fleuri hijo me sacó de la esquina y me ofreció a Vlaminck. “Es un demonio africano. Mi padre la compró a los Clairemartin.” Maurice me sostuvo con cuidado y me dio vueltas y vueltas por arriba y por los lados, golpeando la madera para ver si había carcoma hasta que sacó unos billetes del bolsillo y me compró.

Me llevó a su estudio. Maurice de Vlamick era pintor. Un año antes había escandalizado a la sociedad parisina exponiendo en el Salón de otoño pinturas de colores salvajes (fauves) junto con sus compañeros Matisse y Derain. Me colocó en un altillo, entre varios de sus cuadros rojos, azules y verdes. Mientras los pintaba, solía volver la cabeza hacia mí de vez en cuando.

En aquel estudio había luz y claridad y, por primera vez desde que había salido de África estaba en un lugar prominente y causaba admiración. Sobre todo, al compañero de Maurice, André Derain, que no dejó de insistir en llevarme con él hasta que Vlaminck me cambió por 50 francos. Derain me puso en una habitación junto a otros objetos africanos y etruscos. Le gustaba coleccionarnos y luego, se fijaba en nosotros cuando pintaba y esculpía. Así sus figuras eran distintas a las de los otros artistas, más toscas, más salvajes. En casa de Derain conseguí volver a ser lo que era, una influencia poderosa, y lancé mi hechizo sobre otros artistas como Matisse y, sobre todo, Picasso. Mi imagen ha cambiado la historia de la cultura. Tras siglos exiliada y escondida vuelvo a ser quien era, un espíritu dominador. Después de conocerme, estos artistas ya no fueron como los demás, ya no eran solo europeos, África corría por sus pinceles. Mi alma africana empapa todo el arte que se ha hecho después. Las formas, los colores y los rasgos africanos han convertido el arte en un territorio mestizo. Ya no soy una curiosidad, soy una influencia.

Con este relato participo en la iniciativa #PVgabinete de @hypatiacafe

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