Érase una vez una diminuta isla en el Pacífico llamada Nauru. Durante miles de años, antes incluso que los seres humanos la poblaran, esta pequeña aglomeración de arrecifes coralinos se convirtió en parada de numerosas aves que disfrutaban de suculentos banquetes de moluscos. Con el tiempo, los excrementos de las aves se aglutinaron con el coral y se endurecieron dando lugar al suelo de la isla. Desde hace más de 2.000 años esta isla de 21 km cuadrados se encuentra poblada por seres humanos que vivían de la pesca y la caza y algunos recursos agrícolas. Todo transcurría en paz y armonía con la naturaleza hasta 1900 cuando los europeos descubrieron que el suelo de la isla era un enorme depósito de fosfato de calcio con un fuerte componente de flúor lo que hacía de esas rocas un poderoso fertilizante.
Nauru pasó de ser una roca sin interés ni importancia en medio del océano a convertirse en un lugar codiciado por su riqueza por lo que la isla fue pasando de mano en mano para su explotación hasta que en 1968 fue reconocida por las Naciones Unidas como república independiente y terminó el protectorado ejercido por Australia. Los nauruanos podían así ser dueños de su futuro y a partir de 1970 explotaron ellos mismos sus fosfatos.
Los ingresos que producían los invirtieron en dotar a esta industria de la más avanzada tecnología para seguir con la extracción cada año de 2 millones de toneladas de fosfato. El terreno que quedaba era una masa estéril de escombros y restos coralinos inhabitables. Sus habitantes sabían que estaban destruyendo ellos mismos su isla pero no les importaba: ganaban tanto dinero que estaban elucubrando con emigrar en masa cuando terminaran con sus recursos. En 1985, Nauru tenía el PIB más elevado del planeta, pero a pesar de las grandes cantidades de dinero que ganaban no tenían un plan de futuro para su isla y solo se invirtió una ínfima parte en su renaturalización y relleno con hummus.
Intentando diversificar sus fuentes económicas en los años 90 convirtieron a Nauru en un paraíso fiscal que vendía pasaportes y servía como base a decenas de bancos que se ocupaban de blanqueo de dinero. La opacidad de las transacciones y el poco control gubernamental que se ejercía sobre ellas llamó la atención de los organismos reguladores internacionales que intervinieron rápidamente. Pero como las desgracias nunca vienen solas, en eso estaban cuando el fosfato al fin se agotó. La pequeña isla había perdido su fuente de ingresos y también su medio de vida ya que se enfrentaba a una crisis ecológica muy importante con un 90% de su territorio arrasado por la minería. Esta crisis se estaba agudizando por el cambio climático: las islas del Pacífico son especialmente sensibles al aumento del nivel de los océanos y, Nauru, también a los eventos climáticos extremos como las sequías. En 1997, en la Conferencia de Kioto, el presidente de Nauru, Kinza Clodumar se expresó así ante la ONU: "Estamos atrapados entre un erial en nuestro patio trasero y una aterradora subida de las aguas de proporciones bíblicas en nuestra fachada delantera".
La historia de Nauru es la historia de la cigarra que gasta a lo grande lo ganado sin preocuparse por el mañana. Pero este relato no es una fábula como la de Esopo sino una historia que puede convertirse en la de todo el planeta si no tomamos medidas ya. Según el último informe del IPCC, el AR6, lo que ocurrió con Nauru puede ser uno de los escenarios posibles, el llamado SSP5, ese escenario en el que el desarrollo está impulsado por combustibles fósiles y donde se explota los recursos, la economía crece sin freno y existe una fe ciega en que la tecnología o los nuevos descubrimientos ayudarán a paliar el problema que nuestras acciones están creando. Pero ¿y si no es así?
González, D. La tragedia de Nauru: la gran caída de un pequeño país. 2017 El orden mundial
Klein, N. Esto lo cambia todo. 2015. Paidós
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